¿Por qué no evolucionamos para vivir para siempre? Este es el motivo.
Científicos del Instituto de Biología Molecular de Mainz (Alemania) han hecho un gran avance en la comprensión del origen del proceso de envejecimiento, pues han descubierto que los genes pertenecientes a un proceso llamado autofagia –una fase esencial para la renovación celular- promueven la salud y la aptitud en los gusanos jóvenes, pero impulsan el proceso de envejecimiento en periodos posteriores.
Esta investigación nos ofrece así algunas de las primeras pruebas claras de cómo surge el proceso de envejecimiento, casi como un capricho evolutivo. Estos hallazgos también pueden tener implicaciones más amplias para el tratamiento de trastornos neurodegenerativos como el alzhéimer, el párkinson y la enfermedad de Huntington, donde está implicada la autofagia.
Los expertos, demostraron en un experimento con gusanos, que al promover la longevidad a través del cierre de la autofagia, se producía una fuerte mejora en la salud de todo el cuerpo neuronal y móvil en los gusanos más viejos.
¿Por qué existe el envejecimiento? ¿La evolución no debería haberse encargado de ello?
Como Charles Darwin explicó en su momento, la selección natural conduce a individuos más aptos para un entorno dado de cara a sobrevivir a la raza y transmitir sus genes a la próxima generación. Cuanto más fructífero sea un rasgo que promueva el éxito reproductivo, más fuerte será la selección para ese rasgo.
Siguiendo esta teoría, la selección natural debería dar lugar a individuos con rasgos que previenen el envejecimiento ya que sus genes podrían transmitirse casi continuamente, asegurando la transmisión de genes a siguientes generaciones. Sin embargo, estamos ante una contradicción evolutiva sobre la que se ha teorizado desde el S. XIX.
En 1953 George C. Williams proporcionó una hipótesis interesante que planteaba que el envejecimiento podía aparecer en una población de forma evolutiva si ciertos genes promueven el éxito reproductor en la juventud, pero luego tienen efectos negativos respecto al envejecimiento (pleiotropía antagónica); esto es, mientras los efectos negativos de las mutaciones que promueven el envejecimiento se den después de la etapa reproductora, la evolución corre un tupido velo ante estas consecuencias sobre la longevidad.
Este último estudio incluyó una muestra de unos 500 participantes de Filipinas, e incluyó una serie de datos de principios de los años 80.
Los análisis de sangre revelaron que la metilación de 9 de los 114 genes asociados a procesos inmunes que regulan la inflamación, tenían una estrecha relación con varias variables de la niñez, incluyendo el nivel socioeconómico, la ausencia prolongada de un padre en la infancia e incluso si la persona nació en meses calurosos.
En otras palabras, al identificar ciertas experiencias infantiles, los investigadores podían predecir si uno o más de esos 9 genes de inflamación estarían 'encendidos' o 'apagados'.
Este estudio podría ayudar a explicar la prevalencia de enfermedades cardiovasculares y ciertas enfermedades inflamatorias en comunidades específicas. También se suma al creciente cuerpo de pruebas que ponen de relieve las diversas formas en que los cambios en nuestro sistema inmunológico pueden afectar a la forma en que nuestros cuerpos adultos hacen frente a las enfermedades.
Mientras esperamos nuevos resultados sobre este campo, ahora poseemos más evidencias que refuerzan que lo que nos sucede al principio de nuestra vida puede afectarnos durante el resto de ella.
Referencia: Social and physical environments early in development predict DNA methylation of inflammatory genes in young adulthood. Thomas W. McDade, 7611–7616, 2017 Proceedings of the National Academy of Sciences doi: 10.1073/pnas.1620661114