El problema del mal
En un segundo capítulo, Malkin nos enfrenta, de manera muy razonada, al punto más débil de cualquier religión: el problema del mal, de su existencia, que contradice a un posible dios benevolente.
Una manera de liberar a Dios de ese vejamen es atribuir el mal al diablo, sobre el que, históricamente, se han presentado cinco tesis: 1) El diablo no existe, solo existe una multitud de deidades y el bien y el mal provendrían de cualquiera de ellas; 2) El diablo existe, pero es mucho más débil que Dios; 3) Dios y el diablo existen con independencia uno del otro y su poder es más o menos similar; 4) Dios existe, pero el diablo es más poderoso, lo que conforma el satanismo; y 5) No existe ni Dios ni el diablo, solo el ser humano.
Y se detiene especialmente en el llamado satanismo contemporáneo, cuyas ideas esenciales son: a) La razón, sobre la que debe de basarse la vida; b) La carne, pues somos animales, de orden superior, sí, pero no por ello se puede perseguir su naturaleza; c) La religión, teniendo en cuenta que Dios no creó al hombre, sino que este inventó a Dios; d) La moral, cuya perfección puede alcanzar el hombre sin ayuda; y e) La sociedad, en la que la ley de la naturaleza dice que no todos somos iguales pese a la idea contraria propagada por los estados. En definitiva, el satanismo contemporáneo postula que una religión sana es la que está dirigida al interior y no al exterior del ser humano.
Al trabajo desplegado para exonerar a Dios de cualquier responsabilidad por el mal, se le denomina teodicea. Con ella, se pretendía probar que la existencia del mal en el mundo no contradice la existencia de Dios todopoderoso, que es el bien absoluto; y debe de desviar del mal la atención de los creyentes y dirigirla hacia el bien. Para ello, promueve algunas ideas generales tales como: 1) El mal es el resultado del libre albedrío otorgado al hombre y el castigo por sus pecados; 2) El mal es un instrumento necesario para perfeccionar al ser humano; y 3) El mal forma parte del plan divino y no le es dado al ser humano comprender su sentido. A partir de aquí, el autor realiza un profundo recorrido por las diferentes teodiceas, con especial atención a la que se da en el cristianismo y basándose, principalmente, en la historia bíblica de Job y, en nuestros días, con el horrible holocausto llevado a cabo en el pasado siglo XX, al que dedica varias páginas explicando las diferentes posturas de los judíos ante ese hecho, en la actualidad.
Se trata de un capítulo sumamente interesante, con planteamientos serios recorriendo la postura de filósofos y pensadores de todos los tiempos. Dedica Malkin varios párrafos a proporcionar su punto de vista, que razona impecablemente, aunque deja de lado muchos de los estudios que tratan de la muerte de la imagen de Dios, que es justamente la que él aborda en su obra; una imagen imposible de sostener, pero que no implica necesariamente la irracionalidad del creer.
Para ver el rostro de Dios es necesario atravesar el umbral de la muerte, por lo que, no sin gotas de ironía, Malkin titula uno de los capítulos Bienvenida muerte: ¡el primer paso al Paraíso. Y lo introduce con un castizo refrán que sintetiza muy bien su pensamiento: A burro muerto, la cebada al rabo.
Afirma con razón (que no falte la razón en este libro), que la muerte es mucho más importante que el nacimiento, ya que el recién nacido no tiene ni ha aportado nada, mientras que quien fallece deja su huella; y constata, también, que la muerte es siempre la de otro, puesto que el individuo no tiene, ni puede tener, la experiencia de su propia muerte en vida, y acompaña su reflexión con aportaciones de Derrida, Camus o Lamont.
Muerte e inmortalidad
Contra la muerte, se yergue el deseo de inmortalidad, cuya búsqueda ha sido una de las fuerzas motrices del desarrollo humano, “origen de doctrinas filosóficas y morales, una inspiración para la religión y la ciencia, un impulso al desarrollo del arte”. Y comenta las tres vías que la humanidad ha encontrado para alcanzar la inmortalidad: 1) Perpetuarse a través de los hijos o disolver la personalidad en el destino colectivo de la familia, tribu, pueblo o etnia; 2) Perpetuarse en la memoria de otras personas o dejar huella en la historia; y 3) Transformar el miedo a la muerte en una imagen de la existencia de ultratumba.
Hace el autor un recorrido histórico sobre la sociedad y sus muertos, muy interesante, aunque si bien sus conclusiones pueden ser válidas con carácter general, sin embargo hay casos particulares que las pueden contradecir; es el caso, por ejemplo, de su afirmación de que los cadáveres de los antepasados se inhumaban cerca de la ciudad, pero no dentro de las zonas residenciales, cuando en una de las ciudades más antiguas de la humanidad, Çatal Hüyük, lo hacían bajo la estancia principal de la vivienda, según recientes hipótesis. Pese a ello, este recorrido de Malkin a través de los tiempos constituye un excelente resumen de lo acontecido.
Reiterando su esquema de analizar un asunto en cada una de las tres religiones abrahámicas, el autor desciende a cada una de ellas para explicar el papel de la muerte. El judaísmo la percibe como el final natural de la vida y la trata con realismo, sin considerarla una tragedia y sin experimentar emociones especiales, algo que se puede explicar por el poco desarrollo de las nociones de la vida en el más allá. Eso sí: los cadáveres son impuros y fuente de impureza, algo extraño para lo que encuentra explicaciones en Lévinas.
Es la igualdad de todos ante la muerte el secreto que explica la increíble popularidad del Islam en el mundo. Y destaca cómo para el musulmán, las personas no deben anhelar la muerte, ya que la vida es un bien, pese a lo atractivo que pueda resultar el paraíso. La diana de sus dardos, sin embargo, la reserva para el cristianismo, para el cual la muerte es un rasgo muy importante ya que la convierte en algo deseable. Y hace afirmaciones un tanto discutibles, como, por ejemplo, cuando expone que hay billones de personas que no sirven a ningún Dios y no declaran la guerra a la vida, algo fuera de la realidad cuando la población mundial está en torno a los 7.500 millones de habitantes: habrá que suponer, lógicamente, que se trata de un lapsus calami, que, sin embargo, reiterará más adelante; no sería extraño suponer que puede haber algún problema de redacción, ya que, pese a lo claro de sus afirmaciones, ese número ha de referirse al de cristianos a lo largo de la historia.
Afirma: “El cristianismo es la religión de la muerte, un verdadero manual de mortificación, porque se basa en el desprecio a la vida, en la veneración de los muertos y en la idea de la recompensa póstuma”; “todos saben que el cristianismo percibe las enfermedades, el envejecimiento y la mortalidad del ser humano como el castigo merecido por el pecado original”; “prohíbe la destrucción de los cadáveres”; frases como éstas se encuentran en el texto. Es evidente que no reflejan una realidad única, en una religión con diferentes puntos de vista sobre estos como sobre tantos otros temas; algo que el autor, de forma general, invita a debatir con él, reconociendo que sus posturas pueden ser discutidas. En apoyo de su tesis, nos ofrece un retablo de ejemplos prácticos, bien acompañados de impactantes imágenes.
Cierra el apartado con un resumen: “Todas las religiones monoteístas son religiones más de la muerte que de la vida. Transforman el miedo natural ante la muerte en una esperanza de inmortalidad en el mundo de más allá”. Y esto es así porque todas ellas se basan en tres postulados: 1) Nuestra existencia terrenal no tiene valor ni sentido, pues es solo un paso preparatorio para la vida eterna; 2) La muerte sí tiene un valor, un sentido y una predestinación que abre la puerta a la vida de ultratumba; y 3) La fe religiosa es buena porque da al individuo una comprensión de la vida y de la muerte.
Y cierra el tema exponiendo nítidamente su punto de vista: 1) El ser humano es único y libre; solo su vida terrenal tiene valor; no existen ni el alma ni la vida después de la muerte; 2) La glorificación de la muerte es un delito contra la humanidad, no es un bien, es el final de todo; y 3) No existe el Dios vigilante de las religiones, no hay esperanza de acercarse a él y ver su rostro. Y, entre otras conclusiones, destacamos estas dos: “Estoy dispuesto a apoyar sin vacilar la legitimidad de la pena de muerte para los asesinos terroristas y sus cómplices, incluso los más insignificantes. No dudo de que se pueda y hasta se debe desear la muerte para cualquier pedófilo degenerado que haya violado a un niño”.
El mal del sufrimiento
Una de las expresiones del mal es el sufrimiento. Y, curiosamente, según el autor, constituye este un valor nacido con las religiones monoteístas ya que, en la antigüedad, se trataba de algo a evitar. “La promoción de un solo dios a rango superior al de los demás cambió radicalmente las cosas. Tuvo lugar un giro desde el antropocentrismo, es decir, del hombre como tal, hacia el ‘ideocentrismo’”. Y eso, ¿por qué? Porque el fin último de la vida terrenal no era la felicidad de ultratumba, la gente no temía una condena después de la muerte; el placer era considerado un valor, pero al nuevo dios le gusta el sufrimiento, pues se trata del castigo justo por los pecados humanos y el modo más seguro de expiarlos.
El sufrimiento buscado tiene varias maneras de manifestarse y la principal, según Malkin, es rechazando los placeres de la carne, como irá explicando ampliamente en esta obra.
Descendiendo a las religiones abrahámicas, se analiza el papel del sufrimiento en ellas. Para el judaísmo, es un telón de fondo desprovisto de interés; lo percibe como algo inevitable y como un medio para el conocimiento y el crecimiento espiritual, una manera de acercase a Dios y tener la posibilidad de ver su rostro.
Y una vez más es el cristianismo el que sale peor parado en las comparaciones. Entiende el autor que la base de su doctrina es un culto al sufrimiento y a la muerte, no al amor, algo que contrasta fuertemente con la actitud de su fuente de inspiración, Jesús, cuya vida transcurrió eliminando el sufrimiento de cuantos se acercaban a él. Se basa Malkin en que la principal imagen cristiana es la de la pasión de Cristo, que se convirtió en el credo principal de su arte. Aquí incluye el autor algunas frases cuya verificación resulta difícil de justificar; por ejemplo, afirma que “Cristo sabía que era Dios y lo proclamaba con frecuencia”, una hipótesis que no se sostiene en una lectura de los evangelios. Y va más allá, cuando afirma que Cristo nunca reía por lo que su religión es de tristeza. “El catolicismo contemporáneo sostiene que el sufrimiento contribuye al progreso, ya que solo él proporciona al individuo la ‘esplendorosa belleza del bien’”, cuestión que probablemente cuente con muchos que no concuerden con ella.
Para Malkin, este planteamiento constituye una buena estrategia comercial para llenar las iglesias, manteniendo a sus fieles en un perenne estado de miedo y tensión, rodeándolos de limitaciones, desde la comida al sexo.
¿Dónde se encuentra el origen del culto cristiano al sufrimiento? Parte de la base de que el cristianismo es una religión de débiles y para débiles, para aquellos que por razones objetivas o subjetivas no son capaces de superar las dificultades. Piensa que los fuertes no tienen problemas con la moral y la espiritualidad, mientras que los débiles, no solo necesitan el alma, sino también líderes y profetas, al ser incapaces de crearse unos valores y una moral.
Incursión en el budismo
No olvida una breve incursión en el budismo, mencionando que en él la afección a los bienes materiales y la existencia de deseos ilusorios, en otras palabras, la aspiración a los placeres de la vida, son las causas del sufrimiento, un atributo de la vida y una característica del ser, pero donde no tiene nada que ver con el pecado. Pero, en definitiva, budismo y cristianismo están obsesionados con el sufrimiento. Sin embargo, en el Islam no existe el culto al sufrir, que se suele percibir como algo negativo, pero inevitable y un buen musulmán tiene que hacer todo lo posible para soportarlo con dignidad y firmeza.
La actitud cristiana hacia el sufrimiento se traduce en un gran combate contra los placeres, al ascetismo, actitud que comparte con otras culturas que rechazan las necesidades naturales, los placeres, el lujo, etc., y hace un recorrido histórico sobre la ascesis. Y de nuevo, salvo algún problema de redacción, vuelve a incidir en los billones de creyentes que sacrifican la calidad de su vida por la esperanza ilusoria de una recompensa tras la muerte. Analiza con detenimiento la pirámide de Maslow y se declara admirador de Epicuro, concluyendo que “no se puede prohibir nada. Nuestras necesidades individuales son diferentes, no existen normas universales. Cada uno tiene que definir sus límites sin ayuda de la sociedad”.
Describe y estudia la historia del ascetismo cristiano, reservado a los elegidos, ya que, según Malkin, el cristianismo “percibe la vida laica como un obstáculo en el camino de la salvación. […] Para un verdadero cristiano ya no hay nada más importante que purificar el alma extirpando de ella todo lo humano”. Y defiende su postura trayendo a colación los testimonios de Blaise Pascal y Sören Kierkgaard.
Desde este punto de vista, todo lo que se refiera al cuidado del cuerpo tiene importancia. Y Malkin hace un recorrido por aquellos aspectos que, a su juicio, han estado dominados por el cristianismo: la falta de higiene, la reprobación de vestidos llamativos y adornos, rechazo de los espectáculos y la risa, crítica de la gula y elogio del ayuno, prohibición de pensamientos pecaminosos, la condena de la riqueza y la de la pobreza, etc. Respecto a esta última, afirma: “Es imposible negar que el hecho de apostar por los pobres fuera una estrategia de marketing genial de la nueva religión. Siempre ha habido más pobres que ricos y siempre han sido más crédulos, lo que permitió una propagación tan rápida del cristianismo que se asemejaba a un incendio forestal”.
Estas posiciones eran muy difíciles de sostener, por lo que el cristianismo contemporáneo tuvo que bajar el tono con respecto a los placeres carnales, la soledad y los espectáculos. Desde un punto de vista histórico, no fueron las religiones del libro las primeras en descubrir la moderación y el ascetismo: ya el budismo lo hacía, pero no con la idea de aportar sufrimiento sino, justamente, para liberarse de él. En cuanto al judaísmo, esta religión considera que los placeres o al menos gran parte de ellos son enemigos de Dios, por lo que mantiene una actitud represiva hacia el cuerpo, aunque no todos dentro de ella sostengan idénticos criterios. Por su parte, en el Islam, al no existir el concepto de pecado original, no hay necesidad de merecer el perdón mediante el ascetismo, aunque la moderación se considera una virtud. Sea de ello lo que fuere, lo que sí concluye el autor es que el ascetismo no es un fenómeno universal y que tuvo su origen en el monoteísmo.